RENACIMIENTO: ¿AUTODEFINICIÓN O AUTOENGAÑO?

El texto que se reproduce a continuación es un extracto de la versión española del capítulo titulado “Renacimiento’: ¿autodefinición o autoengaño?”, cuyo autor es el erudito estadounidense de origen alemán Erwin Panofsky, uno de los más insignes historiadores que ha dado el siglo XX al estudio del arte. Pertenece a una obra suya, aparecida en 1960 bajo el nombre de Renaissance and renascences in western art, fruto de una serie de conferencias dadas por Panofsky en 1952 con el objeto de efectuar las conexiones iconográficas existentes entre la edad antigua, la edad media y el periodo histórico y creativo que dio en llamarse renacimiento.


Fragmento de Renacimiento y renacimientos en el arte occidental.
De Erwin Panofsky.


Capítulo 1.
Habría que aceptar, por tanto, la propia conciencia que de sí tuvo el Renacimiento como una «innovación» objetiva y distintiva, aun si se demostrase que esa conciencia fue una especie de autoengaño. Pero no lo fue. Debemos admitir que el Renacimiento, como un muchacho díscolo que se rebela contra sus padres y busca respaldo en sus abuelos, propendió a negar u olvidar todo lo que, al fin y al cabo, debía a su progenitora, la Edad Media. Determinar la cuantía de esta deuda es un deber inexcusable del historiador. Una vez determinada, empero, creo que el saldo sigue siendo favorable al encartado; de hecho, algunas de sus deudas inconfesadas quedan ampliamente compensadas por otros tantos haberes inesperados.


Quizá no sea casual que quienes con mayor empeño han impugnado la realidad del Renacimiento italiano hayan sido aquellos cuyo ámbito profesional no abarca necesariamente los aspectos estéticos de la civilización: los historiadores de los procesos económicos y sociales, del devenir político y religioso y, sobre todo, de la ciencia; sólo excepcionalmente los estudiosos de la literatura, y casi nunca los historiadores del arte.


Al estudioso de la literatura le será difícil negar que Petrarca, además de «devolver a las aguas del monte Helicón su prístina claridad», implantó nuevas pautas de expresión verbal y sensibilidad artística como tales. Puede darse una diferencia de grado cuando el neoplatonismo cristiano que subyace a todo el «Dolce Stil Nuovo» se muestra más subjetivo y profano en el Canzoniere de Petrarca que en la Vita Nuova o la Divina Commedia de Dante: el mismo nombre de Laura evoca la gloria de Apolo allí donde el de Beatriz evocara la redención de Cristo. Pero se da una diferencia de sustancia cuando Petrarca, al establecer la sucesión de elementos de un soneto, puede fundamentar su decisión en consideraciones de eufonía («pensé cambiar el orden de las cuatro primeras estrofas de modo que el primer cuarteto y el primer terceto figurasen en segundo lugar y viceversa, pero renuncié a hacerlo porque entonces el sonido más lleno habría caído en el medio, y los más débiles, en los extremos»), mientras que Dante había analizado el contenido de cada soneto o canción descomponiéndolo en «partes» y «partes de partes», de acuerdo con los preceptos de la lógica escolástica. Es cierto que varios obispos y profesores habían escalado montañas mucho antes que Petrarca efectuara su «histórica» ascensión del Mont Ventoux; pero no lo es menos que él fue el primero en describir esa experiencia en palabras que, según nos gusten o no, podemos elogiar por henchidas de sentimiento o condenar por sentimentales.


De manera semejante, y por muchos que sean los detalles del cuadro esbozado por Filippo Villani y completado por Vasari que considere necesario revisar, el historiador del arte ha de aceptar estos hechos básicos: que recién inaugurado el siglo XIV tuvo lugar en Italia una primera ruptura radical con los principios medievales de representación del mundo visible mediante la línea y el color; que a principios del XV se inició un segundo cambio fundamental, nacido de la arquitectura y la escultura, más que de la pintura, y caracterizado por una intensa preocupación por la Antigüedad clásica; y que en los umbrales del XVI comenzó la fase tercera y culminante de todo el proceso, en la cual se sincronizaron al fin las tres artes y se eliminó temporalmente la dicotomía entre los puntos de vista naturalista y clasicista.


Si comparamos el Panteón de Roma (hacia 125 d.C.) con, de una parte, la iglesia de Nuestra Señora de Tréveris (uno de los poquísimos edificios importantes de planta central que produjo la época gótica, hacia 1250 d.C.) y, de otra, con la Villa Rotonda de Palladio (hacia 1550 d.C.), no podremos dejar de coincidir con el autor de la carta a León X en su opinión de que, si bien la distancia en el tiempo era mayor, los edificios de su época se hallaban más próximos a los de la época romana imperial que a los de «los tiempos de los godos»; no obstante todas sus diferencias, la Villa Rotonda y el Panteón tienen más en común de lo que cualquiera de ambas construcciones pueda tener con Nuestra Señora de Tréveris, y ello a pesar de que entre esta última y la Villa Rotonda median solamente unos trescientos años, en tanto que son más de mil cien los que la separan del Panteón.


Algo bastante decisivo, pues, debe haber ocurrido entre 1250 y 1550. Y si consideramos dos estructuras erigidas dentro de una misma década de ese intervalo, pero a uno y otro lado de los Alpes —el Sant’Andrea de Alberti en Mantua, comenzado en 1472, y el coro de San Sebaldo de Nuremberg, terminado en ese mismo año—, sospecharemos vivamente que ese algo decisivo había ocurrido en el siglo XV y sobre suelo italiano.


Nosotros, los perspicaces historiadores del arte del siglo XX, podemos afirmar con razón que el estilo de Brunelleschi no representaba una separación tan súbita del pasado medieval como les pareció a sus contemporáneos más o menos inmediatos. Podemos señalar que San Lorenzo y Santo Spirito están dominados por un sentido genérico del espacio más semejante al que impregna algunas iglesias parroquiales de España o el sur de Alemania que al que se encarna en la Basílica de Majencio, y que muchas de las obras de Brunelleschi revelan la influencia de los edificios románicos y prerrománicos de su Toscana natal que conocía desde la adolescencia. Pero nada de esto invalidará el hecho de que la arquitectura brunellesquiana está basada en un sistema de proporciones no medieval, sino clásico y concebida en términos de perspectiva enfocada, frente a esa otra que podríamos denominar difusa. Por grande que haya podido ser la deuda del pionero del Renacimiento para con el «protorrenacimiento toscano», decir que «todas las influencias de la Roma clásica podrían ser excluidas del estilo [renacentista] sin alterar con ello su desarrollo» es una exageración.


Los estudios más recientes han venido a confirmar la tradición antigua según la cual la temprana visita de Brunelleschi a Roma, que los críticos modernos impugnaban o retrasaban, tuvo lugar antes del inicio de su carrera como arquitecto. Y si bien puede ser cierto que su conocimiento de S. Piero Scheraggio, Santi Apostoli, San Miniato y la Badia de Fiesole le preparase para su experiencia de las ruinas romanas, puede serlo igualmente que su experiencia de las ruinas romanas le facultara —a él, en cuya juventud el estilo vivo era el de la catedral gótica de Florencia y Santa Croce— para apreciar de nuevo el valor de San Miniato, S. Piero Scheraggio, Santi Apostoli y la Badia de Fiesole.


Cuando un falsificador veneciano ejecutó, hacia 1525-1535, lo que esperaba hacer pasar por relieve griego del siglo V o IV a.C., combinó sabiamente dos figuras tomadas de una estela ática auténtica (en Venecia la escultura griega era más accesible y gozaba de mayor estima que en Roma o Florencia) con variaciones superficialmente disimuladas de dos famosísimas estatuas de Miguel Angel, el David y el Cristo resucitado de S. Maria sopra Minerva (frontispicio). Es un incidente trivial, pero que nos permite captar de un solo golpe de vista lo que había conseguido el Renacimiento. A los ojos de sus contemporáneos, las obras de un gran escultor del Cinquecento parecían tan clásicas, si no más, como los originales griegos y romanos (cabe mostrar que en el Norte las «imágenes desnudas», de Alberto Durero, desempeñaron un papel semejante); o, dicho de otra forma, los originales griegos y romanos les parecían tan modernos, si no más, como las obras de un gran escultor del Cinquecento. El falsificador veneciano se valía del hecho de que su época no distinguía diferencia básica alguna entre la buona maniera greca antica de un relieve ático y el moderno si glorioso de Miguel Angel; y habían de transcurrir cuatrocientos años antes de que alguien separara los ingredientes de su compuesto.


Fuente: Panofsky, Erwin. Renacimiento y renacimientos en el arte occidental. Versión española de María Luisa Balseiro. Madrid: Alianza Editorial, 1981.

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